El día que Berlanga y Azcona pisaron juntos Buenos Aires, por Pablo De Vita
Un lejano febrero de 1967 llegaron
al aeropuerto de Ezeiza de Argentina dos cineastas españoles de reconocido
talento, el realizador Luis García Berlanga y su habitual guionista Rafael
Azcona. No era la primera visita del gran observador de la España
contemporánea, pero tampoco sería la última.
El 2 de Febrero de 1967 aterrizaron
en el aeropuerto Pistarini (en honor al general que como ministro de Obras
Públicas de Perón construyó el aeropuerto), dos de los nombres más
referenciales del cine español. Luis García Berlanga venía precedido de la fama
de Bienvenido Mr. Marshall donde su
crítica a la “españolada”, el folklorismo estereotipado que tanto gustaba a
Franco, causó sensación. Seguramente por
la gran cantidad de inmigración española republicana que vivía en Buenos Aires
y que había también celebrado la primera vista del realizador en 1960 para leer
algunos fragmentos de sus guiones no concretados ya sea por lo rocambolesco del
proyecto o por las trabas de la censura franquista (recién en 1985 concretará La vaquilla, surgida en tiempos en los
que recorría la parte postergada de España en 1954 con el guionista italiano
Césare Zavattini), si bien desde el estreno en Madrid el sábado de Gloria de
1952 de Bienvenido Mr. Marshall y a
los pocos días ganar en el Festival de Cannes lo convirtieron en una celebridad
casi inmediata y de aquilatada presencia en su llegada a la Argentina: “Yo he
querido que el espectador se ría mientras esté sentado en la butaca, pero que
piense y le quede un regusto suave, casi amargo, cuando las luces se enciendan
y abandone la sala”, declaro el realizado sobre el efecto buscado con su obra.
Pocos meses antes de su segunda visita al país se había estrenado el jueves 27
de Octubre Plácido, en un cine que
esperaba el instantáneo éxito de público por ser epicentro de la colectividad
española en la no menos castiza Avenida de Mayo, con su arquitectura que bien
puede confundirse con recodos del centro de Madrid. Sin embargo, la suerte fue
esquiva a esta gran farsa de la caridad formal que lo colocaba en sintonía con
Luis Buñuel y permaneció sólo cuatro días en cartel. Fue un estreno tardío, sin
publicidad, y como complemento de un film de Palito Ortega (que representaba la
“argentinada” si es que puede existir el justo término entre el bochorno y el
oprobio). Pero el esperpento de acompañar a un film que fue síntesis de todos
los males que el realizador español criticaba precisamente utilizando el
esperpento no omitió que llegara ese verano caluroso para conversar sobre la
posibilidad de una producción en Argentina. Pero era Berlanga, y si bien pocos
sabían de la producción cinematográfica que dos meses después se concretaría en
Buenos Aires donde la exhibición de El verdugo en el Festival de Buenos Aires
de 1965 (suplencia al Festival de Mar del Plata realizado ese año en la capital
argentina), significó localidades agotadas pero no un estreno comercial
inmediato y posible. A fin de cuentas, cuando Berlanga llegó al país (y lo hizo
con Rafael Azcona), hacia medio año que había caído el gobierno constitucional
de Arturo H. Illia y el país se encontraba nuevamente bajo mandos militares con
mucha más sintonía con la “cruzada moralizadora” que también tenían los oscuros
exégetas del generalísimo.
Por eso, la primera conmoción fue en el control de
Aduanas cuando siendo revisadas las maletas de Berlanga encuentran dentro una
inusitada cantidad de ropa de mujer y el realizador insinúa que podían llegar a
ser suyas “¿Los podré usar aquí?”, dijo al revisor. Pero en realidad eran las
de Sonia Bruno que una semana después haría lo propio en Ezeiza para asumir su
rol protagónico en Las pirañas,
viajando con Paquita Rico y Cesáreo González, para aquella coproducción que se
rodará entre Argentina Sono Film y Cesáreo González Producciones para Suevia.
El entonces zar del cine argentino, Atilio Mentasti, intercedió para explicar
ante los estupefactos funcionarios la naturaleza de esas prendes en una maleta
de hombre. Que hubiese dicho ese mismo funcionario ante esta declaración:
“Hombre, misógino, si, pero muy particular: dentro de la misoginia que puede
generar una sociedad judeocristiana. Es decir, ese triángulo de la sociedad
española presidido por la madre, y todos bajo su pedestal, eso es lo que no me
gusta. En cambio creo que si hubiera aceptado el orden de una sociedad
luterana. Por descontado, la mujer es un ser superior biológicamente, aunque
socialmente también lo es: con la lucha femenina habeís conquistado todos los
poderes menos el mágico, que no os ha importado (…) La mujer ha olvidado la
seducción para conquistar el poder cotidiano. Y en esta guerra civil de la
mujer por entrar en el territorio del hombre, son los travestis quienes han
guardado el poder mágico de la seducción, el fetichismo, como en la Guerra
Civil, los paisanos guardaban la Virgen del peublo”. Seguramente sería
imposible que ese funcionario de Aduanas no diera la quijada contra el piso
ante conceptos que continúan encendiendo la mecha aún hoy. Pero faltarían
varias décadas para esa entrevista ofrecida varios años después de realizar su
última película Paris, Tombuctu
(1999), pero que refleja una trayectoria al amparo de la polémica.
Segunda visita de Berlanga fue la
primera de Rafael Azcona, requerido tanto por la prensa como aquél. Auque los
medios destacaron el juego de diferencias entre la histriónica y verborrágica
respuesta del realizador y la parca actitud del guionista que no acertó a
respuestas demasiado elocuentes destacándose sus grandes ojeras y su cabello
cortado a lo Flint. Juntos evitaron a la prensa luego lo más posible, se
escondieron a ensayar en un piso con vista a Plaza Francia en una de las
mejores zonas de la capital porteña aunque era habitual que se escaparan a
trabajar el guión a los cafés. El ruido de los bares porteños era el sitio
ideal para concentrarse y escapar del asedio de la prensa.
Finalmente Las pirañas, aunque también se la conoció como La boutique y el realizador prefería La víctima, se estrenó en la
Argentina el 19 de octubre de 1967, con buen lanzamiento y bastantes malas
críticas, y el 27 de Junio de 1968 hizo lo propio en Madrid en un verano y en
muy pocos cines y con pocas y tibias críticas. Tuvo como protagonistas a Sonia
Bruno, Rodolfo Bebán, Ana María Campoy y Osvaldo Miranda y una fidelidad casi
extrema al libro que habían concebido Azcona y Berlanga salvo por una
secuencia, aquella que se desarrolla en una Galería de Arte. Ese espacio era el
mítico reducto de la vanguardia argentina denominado Instituto Di Tella y que
marcaría a fuego a la cultura sudamericana hasta su clausura definitiva en
manos de los dictadores en 1970. En ese espacio se planifica una larga
situación de seducción entre Lautaro Murúa y Sonia Bruno recorriendo la sala y
alejándola de unos grabados diciéndole: “No los mires, no tienen importancia.
Son de Viñoly Barreto”, un indudable chiste interno que funcionaría perfecto. No
tanto como la película, que quizás se resintió al ser extrapolada de los
ambientes españoles que Berlanga conocía y manejaba al dedillo y que en Buenos
Aires, junto con la imposición del elenco, perdían ese efecto tan bien ensayado
y conocido.
Luis García Berlanga volvió a la
Argentina en diciembre de 1985 invitado al Primer Encuentro de Cultura
Democrática en la reciente reconquistada democracia de la mano de la
Presidencia de Raúl Alfonsin. Invitado por el Secretario de Cultura de la
Ciudad de Buenos Aires compartió esos días con Constantin Costa-Gavras, Gillo
Pontecorvo, Jerzy Kawalerowicz y Lina Wertmüller en el encuentro “Buenos Aires,
capital de las artes y las letras”, y estuvo en el centro cultural San Martin
y transitó barrios periféricos de la
ciudad donde muchos espectadores no tenían ni idea de quienes eran estas
celebridades del cine mundial. Algo que a este cineasta ferozmente marcado por
el humor, el erotismo y el desencanto, seguramente festejó con su típico humor
costumbrista que abrevó en la tradición del esperpento pero también del
grotesco que añade a la fagocitación de los individuos, tan característica en
su cine y que asimismo se entronca en la tradición valleinclanesca, en la
literatura de Quevedo y en Goya y
Gutiérrez Solana como los pintores de la Edad de Oro que contribuyeron a pintar
parte de las imágenes más arquetípicas que brindó el cine gran cine español.