El cine como autopsia, por Jesús García Cívico
Hay una interpretación tan extendida como resignada según la cual el declive de la URSS no significó solo el colapso de un estado poderoso, el fin de la guerra fría y de un mundo dividido geopolíticamente en dos, sino también el fracaso de la última gran utopía política.
No debió ser fácil para millones de seres humanos reconocer que los enormes sacrificios voluntaria o forzadamente realizados en nombre de una serie de ideales no solo habían perdido su sentido, sino que colocaba súbitamente a militantes y dirigentes en el lado equivocado de la historia. El declive del modelo de llamado «socialismo real» no significó la aparición de una sociedad cohesionada sobre unos nuevos ideales democráticos, cívicos o humanistas sino más bien la aceleradísima aparición de los tics más indeseables del nuevo capitalismo global: una fuerte oligarquía empresarial y política que se movía inquietantemente cómoda en medio de una fuerte corrupción y un gélido vacío moral. En esas coordenadas anímicas y culturales es donde creo que es posible situar el cine de Aleksey Balabánov (1959-2013), de quien puede verse una retrospectiva en Filmin.
Aunque el éxito de este director incómodo se debió a la aceptación popular de las dos entregas de la incalificable Brat (Hermano), lo cierto es que fueron películas fascinantes como On Freaks and Men (1998) erigidas sobre los añicos de una sociedad sin referentes sustitutivos las que le sitúan como uno de los realizadores rusos más lúcidos e interesantes de los últimos años del siglo XX y la primera década del siglo XXI. Con todos sus guiños al cine mudo, a los estilemas narrativos de los años 20, a la literatura de Beckett o Faulkner y a los excesos grotescos de rótulo posmoderno, sus mejores películas tienen el aire pútrido de un muñón ennegrecido como si no solo material, sino también formalmente, Balabánov se hubiera empeñado en practicar la autopsia del cadáver de la URSS.
La breve, hermosa y cruda The River (2002) se introducía con un ritmo pausado y medidísimos diálogos en una cabaña de leprosos y contiene momentos y tonalidades temáticas de una belleza cruda que envidiaría el mismo Werner Herzog. No creo que sea casualidad que en sus películas las escenas decisivas o más impactantes aparezca un cadáver o que incluso una historia tentativamente romántica como It doesn´t hurt me (2006) tenga como trasfondo los últimos días de una hermosa joven con una enfermedad terminal. En Cargo 200 (2007), acaso su mejor película, la imagen de la Unión Soviética como un cuerpo putrefacto está llevada al límite en una segunda y tercera metáfora: la escena en la que el capitán de la policía obliga a la joven secuestrada a acostarse con un cadáver o la violación de la menor con una botella de vodka. El fetichismo, la violencia, la impunidad del viejo poder y el recurso a la venganza suicida se alternaban en este film de género híbrido ambientado durante los meses anteriores a la llegada de Gorbachov que reflejó con lucidez y crudeza la transición entre el crepúsculo de un sueño devenido en pesadilla y un tiempo nuevo cargado de vacuidad y violencia. Los espacios elegidos para esa autopsia sociopolítica y anímica (un garaje convertido en discoteca, la casa de una madre trastornada, una granja-taller en la periferia) así como el humor negro y una serie de aciertos de la reconstrucción histórica y la dirección artística funcionaban magistralmente como imágenes terroríficas del agotamiento de un régimen y del nacimiento de una nueva clase social tan infantilizada como poderosa capaz de hacer de cualquier cosa un negocio rentable y abyecto.
La idea de declive y de nuevo el encanto pictórico de la putrefacción eran visibles en Morfina (2008) que adaptaba de forma soberbia un relato de Mijaíl Bulgakov sobre la autodestructiva adición de un médico de provincias durante los días de la revolución de 1917 y suponía una disección del deterioro individual imparable afín a la terrible y fascinante Novela con cocaína del misterioso escritor Marc Augéev. Bajo un engañoso corte clásico, y más cerca del teatro del absurdo que de los códigos más conocidos de la vanguardia surrealista, Balabánov recurrió a lo grotesco y al pastiche (la aportación formal de la estética de la posmodernidad) en una sucesión de ficciones rodadas durante la primera década del siglo XXI que no dudaban en mostrar repentina y realistamente las escenas más duras de un poder desbocado, la aparición de una nueva pornografía, la perversión o el poder. Lo hizo con la ayuda de bandas sonoras asfixiantes, una singular combinación de la puesta en escena propia del horror gótico y sutiles apuntes de humor incorrecto y perverso. En The Stoker (2010) todavía insistió en la irrefrenable transformación de la URSS y aún depositaba en el personaje de Skryabin, fogonero y antiguo héroe de la guerra de Afganistán, los restos humanos de una forma de vida con sentido. Cuando se trata de señalar las causas de una muerte son inútiles las recetas propositivas por eso la mayoría de las películas de Balabánov carecen de moraleja. El director de la adaptación más imaginativa y carnavalesca de El castillo falleció en 2013 de un ataque al corazón, dicen que solía bañarse vestido en la playa de Gijón durante los días de un festival que lo dio a conocer entre muchos de nosotros. Con todo, su cine valiente y singular fue capaz de añorar un pasado sin nostalgia, los días en los que los fogoneros no quemaban cadáveres, antes de que el nuevo narcisismo comenzara a ocultar una realidad tan sucia como la de su sempiterno adversario ideológico. Su última película sobre la figura de Stalin hubiera tenido el tono de los filmes mafiosos norteamericanos mucho antes de que en su frío, bello, culto e hiperbólico país los opositores miraran con recelo los cafés ante el temor de ser envenenados.