Hubo un tiempo en el cine, por Fernando Ruiz-Goseascoechea

Hubo un tiempo en el que no concebíamos la vida sin el cine; quiero decir, sin acudir a salas de cine. El ritual cinematográfico de las tardes del fin de semana de los años sesenta, setenta y ochenta era, de alguna manera, una prolongación de los rituales escolares y familiares de los días laborables. Con el cine alcanzábamos un nivel de conocimiento universal que no nos podían dar, por sus propias circunstancias, ni nuestros padres y ni nuestros profesores.


Un escalofrío sacudía nuestras espaldas cada vez que se apagaban las luces y aparecía en pantalla la esperada apertura de la película: el león de la Metro–Goldwyn–Mayer (MGM), la composición arquitectónica de 20th Century Fox, el pico nevado de Paramount, la dama de la antorcha de Columbia o el Miguelete valenciano de CIFESA. Empezaba una larga tarde. Sentados en la butaca y en plena oscuridad nos embarcábamos en un crucero de lujo en el que dábamos la vuelta al mundo, haciendo escala en lugares remotos y tiempos inalcanzables. Participamos en la conquista del Oeste; bebimos cócteles en Manhattan; acompañamos a Jesús en sus andanzas; nos batimos a espada; desembarcamos en Normandía; bajamos por las cuestas de San Francisco; fondeamos en la Isla de la Tortuga; asesoramos a Scotland Yard; hundimos acorazados nazis, volamos puentes silbando Coronel Bogey y cantando La Marsellesa; peleamos por los patios abandonados del West Side; eliminamos invasores extraterrestres; bailamos bajo la lluvia; besamos en un descapotable en Mulholland Drive; viajamos al centro de la tierra, y vimos un rayo de luz. Sin duda, como dejó escrito Fernando Fernan–Gómez en sus memorias, las películas fueron nuestra escuela de los domingos. 

En los domingos de hoy hacemos deporte con ropa fosforescente, vamos a centros comerciales a disfrutar del aire acondicionado, paseamos por la ciudad en bicicletas de montaña; también  viajamos al primer sitio recóndito que nos recomienda cualquier indocumentado de la oficina. En nuestro hogar nos rodeamos de múltiples sistemas de entretenimiento, desde billares enanos a televisores gigantes, pasando por consolas de videojuegos de todo tamaño. 




Podemos comprar todo tipo de proyectores, monitores, consolas y accesorios para todos y cada uno de los miembros de la familia. La Xbox, con cámara Kinect. Nintendo con sus Wii y sus mandos GamePad. De Sony tenemos las últimas versiones de PlayStation. La Zune HD, de Microsoft… Podemos ver películas con tecnología Dolby Atmos o DTS: X y con pantallas como las Screen Innovatios, Screen Excelence o Stewarkas, con lectores de Blu–ray multiformato, con proyectores de pantalla gigante o televisiones LED de gran formato. Podemos cablear el hogar con HDMI, coaxiales, ópticos, subwoofers… 

También disfrutamos de cientos de canales de televisión, canales temáticos de cine: ciencia ficción, misterio, clásico, oeste, comedia… Podemos disfrutar de selecciones de películas en base a su director, país o actrices y actores. Y tenemos grandes cinematecas on line y streaming, como Netflix, Rakutec TV, Apple Video, Disney +, Amazon Prime Video, HBNO Go, HBO MaxHulu, Vudu, Fandango Now, YouTube, CBS All accessa o Google Play, a precios asequibles. 

Los antiguos y vacíos cines han evolucionado hasta convertirse en algo irreconocible. Debido a la crisis, los precios de las entradas, el consumo de ocio en casa y a todo el cine gratis que se consume, las salas han ido cerrando, y las que se reinventan ofrecen algo más que una butaca y una bolsa de palomitas, desde cine temático a viejas reposiciones de calidad, etc. 




Otros van a lo grande, como los asiáticos. En el Blitz Megaplex, de Indonesia, las parejas tienen un sofá cama con mesa para el desayuno. En el Chef Soul, de Corea del Sur puedes consumir platos hechos por los mejores cocineros. En el Nokia Ultra Screen, de Bangkok, puedes ver una película mientras te dan un masaje en los pies… 

Hubo un tiempo, vuelvo a empezar, en el que prácticamente solo existía el cine del domingo, con merienda envuelta y un jersey para la salida. Había muchos tipos de cines, desde el céntrico y elegante al más modesto y periférico, pasando por una gran variedad de salas, ubicación y público. En los primeros, – solían proyectar una película de estreno y el No–Do (hasta 1981). En los otros pasaban (decíamos echaban, ponían, daban) dos películas, una buena tanda de anuncios, el No–Do y, a lo mejor, unos cuantos cortos de dibujos animados o cine mudo. Y allí pasábamos toda la tarde. 

Había magníficas salas de estreno en todas las ciudades, empezando por las monumentales de la Gran Vía madrileña: Gran Vía, Rialto, Callao, Avenida, Palacio de la Música… En Barcelona: Coliseum, Comedia, Tívoli, Windsor, Kursaal… En Valencia: Capitol, Artis, Serrano, Eslava, Tyris… En Bilbao: Coliseo Albia, Gran Vía, Consulado, Ayala… En San Sebastián: Trueba, Astoria, Bellas Artes… En Sevilla: Pathé, Llorens, Palacio Central… En Zaragoza: Coliseo Equitativa, Palafox, Dorado… 



Recuerdo las primeras películas que vi de pequeño y todas me impactaron mucho. Lloré con Bambi, y me quedé un buen tiempo dando tumbos con una maleta tras ver Lilí. La primera película que me dejó trastocado y que todavía no alcanzo a comprender como la pude ver de niño en el cine San Miguel, en Almería, es Corazón de piedra, una cinta hipnótica de la República Democrática Alemana, de 1950. Desde el día que la vi he recibido con frecuencia la visita de duendes por la noche. Otra película que me quitó el sueño fue Molokai. Nunca lograré entender por qué mis padres me llevaban a ver ciertas películas… Durante mi infancia, en Barcelona, acudía al cine con mi padre todos los domingos por la tarde. Solíamos acudir a cines de estreno cerca de casa, en Sant Gervasi. Mirábamos la cartelera de La Vanguardia: Aristos, ABC, Balmes, Atenas, Arcadia, ARS, Bosque, Windsor y Diagonal eran los más cercanos. Si no encontrábamos algo interesante, seguíamos buscando por el Eixample: Astoria, Alexandra, Montecarlo, Rex, Comedia, Coliseum, Novedades, Tívoli, Fantasio, Fémina, Publi y Savoy. Y los del centro: París, Catalunya, Vergara y Capitol (“Can Pistolas”). O los que tenían Cinerama: el Waldorf y Nuevo. Estos cines (prácticamente todos cerrados ya) eran, por lo general, grandes y elegantes; muchos de ellos construidos en los años 30 del siglo pasado y en la postguerra, otros en los años 50 (Balmes) y los menos, como el ABC, Atenas o Diagonal, en los años 60. Tenían acomodadores uniformados y con linterna que te acompañaban hasta la butaca numerada, y algunos disponían de guardarropa para dejar los abrigos. La sala olía a desinfectante perfumado tipo lavanda, no a salfumán o a Zotal, como los más económicos. En el colmo del refinamiento, el Savoy disponía, y así lo anunciaba en la entrada, de sistema de refrigeración Carriere, toda una novedad. En estos cines vi mucha morralla pero sin duda también las películas que mejor sabor de boca me dejaron para el resto de los días y que forman parte del catálogo íntimo de miles y miles de españoles: El experimento del Dr. Quatermass, A 23 pasos de Baker Street, El hombre que sabía demasiado, La vuelta al mundo en 80 días, El puente sobre el río Kwai, Viaje al centro de la tierra, Un sabio en las nubes, El gran impostor, Rey de reyes, Los cañones de Navarone, Tú a Boston y yo a California, El día más largo, Hatari, La conquista del Oeste, Lawrence de Arabia, 55 días en Pekín, El Tulipán negro… y tantas otras. Hay muchas películas magníficas que, por una razón u otra, no alcanzamos a ver de niños, cuando se estrenaron en sus países, y las vimos años después: El gran dictador, Los 400 golpes, Casablanca, Roma città aperta, Por quién doblan las campanas, La naranja mecánica, Senderos de gloria, El último tango en París, Viridiana... Y también están ausentes de nuestra infancia una buena parte de la obra de grandes directores: Huston, Hitchcock, Bergman, Rossellini, Fellini, Buñuel, Kubrick… 



Gran parte de los asistentes se llevaban la merienda. Mi madre me preparaba siempre algo, que solía ser un bocadillo de pan de Viena con embutido o un brioche con jamón dulce; de vez en cuando me ponía algún trozo del pastel que habíamos comprado al mediodía en las pastelerías cercanas a casa. Recuerdo bien la caminata hacia el cine, –siempre íbamos a pie y regresábamos en taxi, metro o autobús–, con mi paquete de deliciosa merienda en la mano.

En los cines de estreno y sesión numerada había un bar bien surtido en el que vendían chocolatinas, golosinas y refrescos, tal y como anunciaban en pantalla con el cartel de Visite nuestro bar. Disponían de buena barra en la que durante los descansos se podía tomar un café, agua San Narciso o Vichy Catalán, un refresco (yo siempre tomaba Trinaranjus) o un Cacaolat. 

También se podía adquirir un biquini (sándwich mixto caliente de jamón y queso), tabletas de chocolate Crunch, ensaimadas, cruasanes, xuxos de crema y Donuts. Tenían vitrinas en las que exponían bolsitas de celofán con peladillas de colores y almendras garrapiñadas, chicles, Chupa Chups y Piruletas de Corazón, que todo el mundo pensaba que eran de fresa pero el sabor era de cereza. Y varios tipos de caramelos, desde los gajos de naranja de la pastelería Mauri a los masticables y de larga duración como los Kikos, Darlins, Sugus, y tofes de La Viuda de Solano

En estos cines, por lo general, no solían expender frutos secos, tipo chufas o altramuces; ni, por supuesto, nada de pipas, que dejaban luego todo el suelo sucio además del infernal concierto crujiente que emitían en la boca. Eso era para cines de barrio, repertorio y sesión continua. Y eso es para otro día.


(continuará)