Jarmusch: no se muere el estilo, por Jesús García Cívico
The Dead don´t Die, la última película del realizador americano permite reencontrar condensados los distintivos que han hecho tan identificable a su cine y que podemos recorrer desde los puntos salientes de una filmografía que lo coloca entre los grandes autores del cine contemporáneo.
Visto desde cierta perspectiva, el estreno hace tres lustros de Broken Flowers supuso un punto de inflexión en la filmografía de Jim Jarmusch (Akron, Ohio, 1953). Aquella película que el director de ascendencia checo-alemana rodó con sesenta años era también la prueba de que este cineasta de largo recorrido capaz de trascender la sorpresa que causó su cine independiente en los años ochenta se hallaba de lleno en la etapa de madurez de un autor: distanciamiento, revisión, ironía, melancolía, escepticismo sobre la propia originalidad o sobre lo que George Steiner llama «gramática de la creación».
En efecto, en aquella versión descreída del mito de don Juan, el burlador imaginado por Tirso de Molina y luego recreado tantas veces —de Moliere a Zorrilla, de Mozart a Ingmar Bergman o Roger Vadim— parecía hallarse a su vez en un momento de transición, entre la nostalgia y el vacío. El distanciamiento a la hora de mostrar o transmitir las emociones —un estilema típico del último cine de Jarmusch— coexistía con un generoso desfile de personajes, en este caso de estupendas actrices, mujeres fascinantes que daban ganas de conocer mejor.
Jarmusch es uno de los directores imprescindibles para entender las transformaciones que se dieron en los años ochenta de la mano del llamado «cine independiente». Desde sus primeros filmes: Permanent Vacation (1980), Stranger than Paradise (1984), Down by Law (1987), acaso su mejor película, su estilo se ha caracterizado por una elegante mezcla de géneros, por la apacible integración de elementos musicales y literarios, por la particular, distanciada, lúcida mirada propia del extranjero y quizás también por su renuencia a adaptarse a fórmulas establecidas o a seguir, sin desviarse, los caminos ya transitados incluso en el interior de los subgéneros en los que iba a moverse con más espontaneidad: el cine de encuentros, el drama fragmentado y las road movies. Sus siguientes películas, magníficas, nocturnas y cosmopolitas tantearon narrativas paralelas: en Mistery Train (1989) y Night on Earth (1991) se sucedían episodios insólitos, humanos e interculturales, historias liminales desde Los Ángeles a Helsinki, entre el crepúsculo y la aurora.
Justo cuando la acusación de repetición podría no estar mal fundamentada, Dead Man (1995) y Ghost Dog (1999) la primera con una estupenda fotografía de Robby Müller y la segunda con un gran estupendo (el marginal hagakure interpretado por Forest Whitaker) supusieron respectivamente tanto un arriesgado e inspirado acercamiento antropológico al western (bajo la perspectiva indoamericana) como la integración de un corsé filosófico (no exento de un cierto abuso del name dropping) en el romanticismo neonoir de raigambre francesa o en las coordenadas de esos grandes cineastas cuya presencia es posible rastrear en el conjunto de su filmografía: Keaton, Niholas Ray, Mizoguchi, Fuller, Vértov, Vigo, Bresson, Jean-Pierre Melville, Yasujiro Ozu.
Y llegamos al siglo XXI, tiempo políticamente regresivo, época al albur de los efectos incivilizatorios del 11-S y Jarmusch compone o reestructura entonces las piezas cortas de Coffee and Cigarettes (2003), la citada Broken Flowers y el thriller imprevisible, pero algo fallido The Limits of Control (2009).
Aunque fuertemente divisoria en términos de crítica, tengo a Only Lovers Left Alive (2012) como una de las aproximaciones más poéticas y fascinantes a la temática de vampiros, entre el homenaje cómico a la manera de Polanski y la estetizada lírica de Werner Herzog. A pesar de haber sido grabada con cámara digital, Yorick Le Saux (como luego hiciera en Patterson el director de fotografía Frederick Elmes) se esmeró tanto en darle una cualidad fílmica mediante el tratamiento del color y los filtros de densidad neutra que la textura de las ciudades existencialistas e insomnes a ambos lados del mediterráneo y del océano tiene algo de anémico, pero también de intemporal. Por los demás, en aquel filme, algunos de los protagonistas (Tilda Swinton, Tom Hiddleston, Mia Wasikowska, Anton Yelchin o John Hurt) aportaron unos rostros tan exangües, tan cansados, tan situados entre la languidez y el último adiós (Yelchin y Hurt tardarían poco en morir) que a día de hoy todavía nos desconciertan. Creo que el escepticismo típico de Jarmusch hacia el esencialismo de la identidad tuvo su cara propositiva en esos seres que optaron por dedicar la inmortalidad a la lectura de las obras más significativas de la cultura no nacional sino universal.
Gimme Danger (2016) su acercamiento al Iggy Pop de los Stooges continuaba la línea documentalista que trabajara en Year of the Horse (1997) dedicado a Neil Young para oscilar admirablemente entre la rabia reflexiva de la modélica historia oral del punk del Please, Kill Me de Legs McNeil and Gillian McCain y la nostalgia reivindicativa de esas noches de la historia alternativa de Greil Marcus en las que se conspira para cambiar el mundo y sólo queda luego un efímero (pero inolvidable) rastro de carmín.
Es posible que en sea en la idiosincrática y lacónica Patterson (2016) donde sus rasgos más particulares —cierto minimalismo narrativo, actitudes contemplativas, repeticiones y variaciones al estilo del jazz (al estilo de Godard), acentos atmosféricos, ritmo pausado, cierta dulzura —alcance la mayor altura. La inteligente integración que supone la literatura moderna e imaginista de William Carlos Williams constituye según lo veo, uno de los mejores emplazamientos de la poesía (su relación con el tiempo detenido, con las personas tranquilas, con los paseantes de perros) y una de las más conmovedoras interpretaciones cinematográficas de su peculiar ontología. Parafraseando una cita de Wilde muy querida por el propio Jarmusch, creo que la poesía es demasiado importante como para tomarla en serio.
Y llegamos al presente, en The Dead don´t Die, aparecen condensados los distintivos que han hecho tan identificable a su cine, el rechazo de la solemnidad, el humor, la presencia de Tom Waits y las divertidas apariciones de Iggy Pop, dos iconos de un director icónico, su ternura y su distanciamiento. La sofisticada coralidad, su sutil pereza apocalíptica, la gracia autoparódica quedan en el haber de este último film, un film que, sin embargo, no acaba de gustar, porque todo en esta cinta de zombies, cuyo trasfondo de crítica social o política se esboza, pero no se acaba de dibuja, parece caer en el abandono menos sofisticado. Quizás el problema de este último film, más allá de lo que tiene de lícito auto-homenaje, es el abordaje directo del humor, como si este necesitara de un cierto soterramiento, de un papel nivelador como ocurría en el resto de su filmografía. La eliminación de la emoción del rostro de Bill Murray que fue tan bien en Broken Flowers (esa ausencia de emociones era la que paradójicamente llenaba su actuación de sentimiento), no termina de funcionar o lo hace como un ejercicio de pura auto-complacencia. Pareciera que Jarmusch hubiera caído en la dejadez, o, peor aún que no hubiera reparado en que una cosa es no tomarse en serio a sí mismo, o no tomar en serio la trama y otra bien distinta no tomarse en serio una película. Si fuera así, habría que reconocer que incluso en ese error ha sabido caer Jarmusch con estilo.